Los viajes musicales de Stephan Micus no tienen nada que ver con los que impone la actualidad, lo que la industria dicta que se tiene que escuchar, que pinchar o que fusionar. La música de este artista de espíritu nómada está, además, muy influida por el paisaje, muy unida al esplendor de los grandes espacios abiertos que visita en sus devenires vitales. Este trotamundos alemán nunca decepciona a cada nuevo paso de su trayectoria, logrando continuamente trabajos de una extraordinaria cohesión y fortaleza espiritual, y aunque constituya la piedra base de su existencia musical (sin que él mismo pueda explicar realmente por qué), no siempre es oriente el destino elegido en su imaginario interior, ni siquiera África, otro continente libre en el que gusta de explorar y de cuyas gentes, decía, los occidentales deberíamos realizar un ejercicio de aprendizaje. Sin ir más lejos, Mallorca es su lugar de residencia habitual, y tanto él como su compañía de discos son alemanes, pero el viaje que nos proponía en 1994, como siempre fiel a ECM Records, era a una montaña y península griegas, un enclave religioso lleno de monasterios ortodoxos llamado Monte Athos, conocido también en griego como Agion Oros, 'Montaña Sagrada'.
En la mitología griega, Athos es el nombre de uno de los gigantes que se enfrentó a los dioses durante la batalla conocida como Gigantomachia. Lejos sin embargo de la bravía de la lucha o del furor que despertaba la mítica contienda entre dioses y gigantes, el "Athos" de Stephan Micus está poseído por el sentimiento espiritual de la montaña, y continúa explorando su eterna capacidad de conectar mundos, de unir culturas, de fundirlas con su benigna música en una sola. Y también con su voz: "A mi particularmente no me interesan los idiomas, apenas es posible decir la verdad con ellos. Con la música, sin embargo, uno puede aproximarse mucho". Sin idiomas, pero con voces, con la universalidad de la voz tarareada, la propia garganta de Stephan duplicada un sinnúmero de veces. Y es que la naturalidad no exige la huida de la tecnología, siempre que no la altere: "No es difícil apreciar los matices de experimentación y vanguardia que yo aporto a cada cosa que hago", dijo el maestro. La historia de este disco comienza en uno de los continuos peregrinajes de Stephan, una visita de tres días a la montaña, en la que experimentó un rico contacto con la liturgia ortodoxa griega, originando uno de sus discos más introspectivos: "Hice el primero de mis numerosos viajes allí en 1988 y me quedé durante tres días y tres noches. Pasé las noches en los monasterios y participé en la liturgia y la vida de los monjes. Durante los días caminé por el paisaje virgen. Al principio, estos dos mundos parecen ser dos oposiciones irreconciliables. Por un lado los monasterios, que a veces se sienten oscuros, lúgubres y severos, y por otro lado la naturaleza encantadora y serena, llena de luz y color. Más tarde uno se da cuenta de que son dos aspectos de un mismo movimiento que se complementan e intensifican de una manera ideal". Como parte de la enseñanza alemana en la escuela primaria, Stephan estudió flauta, si bien afirma entre risas que "yo era el único niño de mi clase que lo disfrutaba". Muchos años después, fue cautivado por la guitarra española (que estudió durante un tiempo en Granada) y por la flauta que utilizaba Ian Anderson en la banda Jethro Tull, y tras conocer a Ravi Shankar en Munich, viajó a la India para aprender sitar, un instrumento que sólo ha grabado en su época temprana (en los 70) y a partir de 2006. Fascinado especialmente por oriente, no dejó de interesarse por otras culturas, tanto por sus costumbres como por su folclore, hasta el punto de dominar un gran arsenal de instrumentos del mundo, un amplio museo que se pasea por todos los continentes y que intenta desgranar, según sus necesidades, en cada uno de sus trabajos. En "Athos", por ejemplo, utiliza tres tipos de flautas (shakuhachi -japonesa, de bambú-, suling -balinesa, de caña- y nay -de caña, de Oriente Medio-) para reflejar cada uno de los días, dos instrumentos de cuerda (el sattar -de arco, con diez cuerdas, usado por el pueblo turcomano pero resiente en China Uigur- y la cítara bávara) rememorando los caminos de ida y de vuelta, percusiones (macetas) en el segundo día y muchas voces sampleadas, hasta 22, que suenan en cada pieza nocturna del viaje que representa este álbum (de naturaleza gloriosa, tan místicos cantos no requieren acompañamiento instrumental, de hecho nos hablan de los servicios ortodoxos que se celebran entre las 3 y las 4 de la madrugada en el interior de los monasterios, que son un lugar de gratitud y silencio donde no se usan los instrumentos musicales). En muchas ocasiones, Stephan no utiliza títulos concretos para las pistas de sus trabajos, simplemente su numeración, al considerar el trabajo como una historia completa; en "Athos" sucede algo parecido, y este viaje real viene expresado en los títulos como un diario musical que refleja el camino de ida, cada día, cada noche, y el regreso. "On the way" es ese periplo hacia la montaña, un comienzo muy sentido, de generosa intensidad y alma oracional, que casi expresa dolor. Enseguida llega su voz, una celebración privada a 22 voces, un trabajo ímprovo para un resultado espectacular, emocionante salmo de profundidad insondable titulado "The first night". Un viento solitario, emocionante flauta shakuhachi, aporta su personalidad en "The first day", otro corte más celestial que terrenal, como lo es todo el álbum. Posiblemente sea una pieza altamente disfrutable en vivo, más que plasmada en CD, para entender mejor el recogimiento que engendra la soledad del músico y la turbación de los silencios. De nuevo las voces solitarias son las protagonistas en otro alarde oracional que va ganando en fuerza conforme avanza la segunda noche, "The second night", si bien el momento más especial del álbum llega a continuación con "The second day", genial melodía con esa dulce y melódica flauta balinesa (suling) y tímida percusión, que engendra un instante mundano y esencial, una sencilla parada en el viaje, un divertimento en el que disfrutar del paisaje, del apacible clima o del mero hecho de descansar. Lo inefable de composiciones como ésta invita a guardar silencio y volverla a disfrutar una vez tras otra, si no fuera porque la proposición del bucle eterno no dejaría escuchar otras joyas contenidas en el disco. En "The third day" toca el turno de volver a embelesarnos con las cuerdas vocales de Stephan, de nuevo en 22 planos y sin otro acompañamiento, mientras que en "The third day" es un nuevo viento, el ney, algo más grave, el que trata de describir las vivencias del viaje que la estancia va acabando. Se antojan entornos polvorientos, soledad y reflexión, y el espíritu es colmado notablemente por la pureza de la música. Para acabar, la siempre hermosa cítara es la base sobre la que flota la melancolía de otra cuerda, el sattar, sublime conjunción que se completa con la entrada de las voces (11 en esta ocasión) en esa eterna banda sonora del caminante que suele ser imaginario leitmotiv del músico alemán, cuya etiqueta más acertada para su música, contestaba en esta época, fuera posiblemente la de músicas del mundo, "la que mejor se ajusta a mi actividad", decía.
Micus plantea, busca y en definitiva defiende la belleza del sonido más simple, la hermosura de esos instrumentos que no han necesitado evolucionar y asemejarse a máquinas (una de sus comparaciones favoritas es la de la flauta shakuhachi -de bambú y con cinco agujeros- con las complejas y frías flautas de concierto europeas) para conectar con lo espiritual, aunque para ello se prescinda de frases complejas, centrándose el artista en ambientes recogidos o notas aisladas pero sencillamente perfectas. La combinación de instrumentos y culturas, más allá de disonar, 'construyen puentes' (uno de los grandes objetivos del músico alemán) y encuentran una afinidad natural al ser tratadas casi como seres humanos por sus manos, en este álbum que rebosa espiritualidad. Stephan Micus traslada la soledad del nómada a la música, plasmando en sus muy personales piezas una realidad inherente de cielos abiertos y tradiciones artesanales, construyendo en muchas ocasiones auténticas oraciones de profundo respeto y mágica intangibilidad, mantras que suelen provenir del contacto con la naturaleza y las gentes, pero que en casos como el de "Athos" tienen un origen realmente religioso, reflejando perfectamente -como en cada uno de sus trabajos- lo que es y los que vive Stephan Micus a cada momento, en este caso un recogimiento profundo en comunión con la 'montaña sagrada' griega, país al que regresará, casi dos décadas después, en el álbum "Panagia".
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