Los maoríes, pobladores autóctonos de Nueva Zelanda, llaman a esta isla Aotearoa, 'la tierra de la gran nube blanca'. De ahí tomó su nombre el sello White Cloud, fundado por Jon Mark en 1994. Nacido en Inglaterra, Mark tuvo unos años de éxito con la Mark-Almond Band (no confundir con Marc Almond) para trasladarse en los 90 a Nueva Zelanda y descubrirnos a través de White Cloud no sólo su nueva música instrumental sino a numerosos artistas afincados en esa lejana zona del globo, algunos de ellos tan importantes como David Antony Clark, Michael Atkinson, David Dawnes, Peter Pritchard, David Parsons o el que nos reclama la atención ahora, Philip Riley, un británico exiliado voluntariamente, como Jon Mark, en la maravillosa isla oceánica desde 1977. Así se comprende mejor que, desde una tierra de costumbres totalmente diferentes a las celtas, su primer disco intente vendernos ese tipo de música, que también adoptaría otro conocido compañero de White Cloud, Michael Atkinson.
El traslado de Riley a las antípodas conllevó un gran cambio, ya que el trabajo que dejó en Inglaterra fue de batería en clubes nocturnos: "En esa atmósfera irreverente era difícil conseguir que la música se tomara en serio (...) en un contexto de conversaciones ruidosas y humo tan espeso como la niebla". De repente, el corsé de la batería desapareció cuando empezó a utilizar la electrónica ("me dió una libertad de expresión que antes no imaginaba que sería posible") y pasó a emplear los sintetizadores para crear obras encantadoras, que reflejaban tanto su mundo interior como la belleza paisajística de las islas. Aunque parezca extraño, Riley declara que a su llegada al país con su familia (su esposa Jane y su hija Lindsey), la integración fue fácil no sólo por la belleza natural sino porque lo celta está vivo y vigente por todas partes. Tras su participación en varias bandas locales, su encuentro con Jon Mark generó su nuevo estilo, una música gloriosa tras la que Riley actúa agazapado, discreto, sin la sonora petulancia de otros (que unas veces engrandece pero otras vulgariza el producto), lo que en el fondo hace más valorable su no tan comercial propuesta, aunque precisamente se intente facilitar esa comercialidad con el adjetivo 'celtic' que se unió al título con el que este trabajo se lanzó de inicio por parte de White Cloud en 1994, que era simplemente "Visions and Voices". Unas veces con cierta inspiración, otras no tanto, este antiguo batería de rock y pop pasea su encantadora propuesta a lo largo de once temas en los que también podemos respirar la naturaleza neozelandesa junto al romanticismo importado de las islas británicas, una música cálida y hermosa que, entre teclados, guitarras, flautas y percusiones, contribuye a dar vida la voz susurrante de la neozelandesa Jayne Elleson. Esta afamada y etérea vocalista pasa de parecer de inicio un acompañamiento a ser parte imprescindible del trabajo en su conjunto (esa presencia femenina que, como la propia Tierra, es tan importante en la cultura celta), y tomará cada vez más protagonismo en la obra de Riley en White Cloud, legando a firmar a dúo su tercer álbum, "The Blessing Tree". Más allá de las placenteras sensaciones de composiciones como "Prayer to a Fledgling Moon", con su ímpetu romántico, celestial, o más voces y teclados llenos de emoción, como la que desprenden "Awakening" o "The Last Blossom on the Tree" (fantasía y ensoñación con el beneplácito de las flautas), no podía faltar el poso de las raices, a través de una variada instrumentación que incluye bodhrán o flauta irlandesa, que destacan en "The Quickening", "Hearts on the Rowan" o "Scatterbone Runes" (claramente deudora del estilo de Enya). También aparecen sonidos naturales, como la lluvia junto a un piano íntimo en "Terre Verte, the Colour of Rain", pero dos temas destacan poderosamente por encima del resto por su mezcolanza de fuerza y sensualidad, siendo éstos precisamente los de apertura y cierre del disco: "The Romany Child" como propuesta ambiental, con un desarrollo angelical en la que delicados piano y voz abruman por su bellísima y etérea armonía con la ayuda del chelo; y "Visions and Voices" como el gran momento rítmico y el intento de reminiscencias celtas más completo e interesante de la obra, un verdadero éxtasis donde la contribución del bodhran, el chelo y las flautas, acompañados de un texto en latín recitado por Matthew Lark, logran esa pieza magistral por la que se puede recordar a un músico.
Los discos de Philip Riley, al contrario que los de David Antony Clark, están bastante alejados de las costumbres maoríes o de la espiritualidad de Nueva Zelanda y Australia. La palabra 'maori' significa 'normal', 'ordinario', y distinguía a los mortales de los dioses y los espíritus. "Celtic Visions and Voices", que Philip define como un trabajo sin reglas, bien podría encontrar la relación con la tierra que acoge a su creador en esa palabra, y en la distinción de discos normales con los que, como éste, llegan un poco más allá. Desde su avanzado estudio con vistas al puerto de Wellington, la unión de fuerzas de la espiritual pero a la vez tecnológica instrumentación de Philip Riley y la voz sugestiva de Jayne Elleson descubrió al resto del mundo esta bella música que, sin extravagancias ni excesiva dificultad, poseía la idea clara de la búsqueda del placer auditivo.
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