22.5.14

JAVIER PAXARIÑO:
"Dagas de fuego sobre el laberinto"

Mucho tiempo ha habido que esperar, demasiado, para que uno de los instrumentistas más apabullantes de nuestra península volviera a publicar un trabajo, que aunque venga firmado como un trío, es practicamente suyo al menos en cuanto a la autoría de la mayoría de las composiciones. Virtuoso de los instrumentos de viento, este granadino afincado primero en Málaga y posteriormente en Madrid había creado ya en los 80 el Javier Paxariño Group, pero se lanzó desde entonces, especialmente tras una estancia en Londres que le ayudó a marcar su evolución musical, a la aventura en solitario, en 1988 con "Espacio interior" (de un jazz suave, con acertados atisbos étnicos) y en 1992 con "Pangea", momento en que logró el reconocimiento, basándose en una mayor carga étnica y la radiodifusión del excepcional primer corte, "Bengala". Su tercer álbum, "Temurá" (1994), es una de las cumbres de las nuevas músicas españolas, un disco antológico que estaba centrado enteramente en nuestro país, concretamente en las tres culturas que convivieron en el mismo siglos atrás (cristianos, judíos y musulmanes). En "Perihelion" (1996) aún quedaban retazos de música antigua, muy bien reconstruida y adaptada, mientras que en el momento de lanzar "Ouroboros" (2002), una obra totalmente folclórica, Javier se lamentaba de que hubieran pasado unos eternos seis años desde su anterior plástico. Parece sorprendente que, dada la crisis del sector, hayan tenido que discurrir el doble de esos seis años para ver publicada una nueva obra del que algunos conocían como 'el pájaro'.

Publicado en 2014 como primera referencia del sello Icarus, "Dagas de fuego sobre el laberinto" es un animado cóctel en el que el jazz y el flamenco son la base esencial para arropar a ciertas músicas de las culturas mediterráneas, árabes, turcas o judías. No es este el primer trabajo de Paxariño en el que el Mediterráneo es parte importante, "Perihelion" recogía el tema "Puerta de agua", y "Ouroboros" contaba con más de un asomo al Mare Nostrum, "que en sí mismo configura un espíritu y una manera de vivir, permitiendo una permeabilidad entre la cultura en general y la música en particular", aclara. Javier no se ha apartado excesivamente de su trayectoria, en "Dagas de fuego sobre el laberinto" hay algo del Paxariño de cada etapa, fiel a un sonido suyo que envuelve a la hermosa tradición de la península. Esas profundas raíces en nuestro folclor son también una de sus características esenciales, si bien en este armonioso álbum son mayoría las composiciones propias, en concreto siete de las once que pueblan el trabajo, dejando dos en manos de Josete Ordóñez y otras dos arregladas desde la tradición. Tras un comienzo introductorio, adentrándose en aguas calmadas ("Dagas"), nos asalta una melodía de esas que Paxariño sabe llevar a un terreno propio, atemporal, pero que suena muy actual y definitivamente maravillosa; arreglo de un tema tradicional, "Ladrón y kumardjí" es una danza de alegría contagiosa en la que suenan hasta cinco instrumentos de cuerda, otros cinco de viento y tres de percusión, que acaba suponiendo el corte estrella del álbum, sin desmerecer por ello a los demás, en un trabajo equilibrado e iluminado. "Dolores de amor" es la otra composición de esencia tradicional, y es en su carácter vocal (con la voz de Josete) donde encuentra una agradable distinción, siendo recordada no sólo por sus versos sino también por su acertado y sencillo tratamiento instrumental. Javier afirma que respeta el flamenco y le gusta, pero nunca se ha metido profesionalmente en el mismo y no ha profundizado en él en sus trabajos; aquí hay interesantes guiños a la música de su tierra, especialmente en la deliciosa "Juegos con Zaira" (arreglos del este para un acabado andaluz), así como al final del disco, en "Paseo de la farola" (sito en Málaga, esta bulería es un rescate del grupo Taifas, con Javier, Faín Dueñas y Nono García) y "Fiesta en el Realejo" (el antiguo barrio judío de Granada, por lo que Javier se deja adueñar por el espíritu de la música klezmer). El propio Ordóñez acomete también el flamenco en sus dos espléndidas composiciones, "Mandópolis" (curioso festival francés de mandolina) y "Velahí", eficaz melodía de aires árabes que se deja atrapar a su mitad por un arranque de saxello en plan free-jazz. Sin embargo, esta obra no se ciñe al flamenco ni a ningún tipo de corsé estético, por ejemplo en "El alma en el suelo" hay un acercamiento al tango en una envoltura melancólica, aunque no precisamente mediterránea. Los años y la experiencia han otorgado a Paxariño un dominio casi pecaminoso de los instrumentos de viento de diversas procedencias geográficas (flautas, saxos, clarinete, kawala, kaval, saxelo, ney, bansuri, conga y darbuka), pero aparte, la firma del trabajo como trío implica una mayor importancia de los demás instrumentos, y desde el comienzo se nota que la percusión de Manuel de Lucena cobra una importancia cercana a la que, por ejemplo, tenía en "Temurá", tanto en intensidad como en elenco de instrumentos (pandero, batería, tabila, shaker, darbuka, bendir, riq, krakebs, bongos, cajón y platos). Josete Ordóñez se muestra impecable en el manejo de las cuerdas (guitarras, mandola, bajo, vihuela, oud), en un conjunto tan rico en matices como plagado de momentos gratos y coloridos. Como dice el periodista Fernando Íñiguez en el texto introductorio del álbum, "no hay impostura, nada que se preste a lo forzado, todo fluye". En el libreto, además, poemas de Illia Galán y Hala al Shoroof, y elegantes fotografías del trío en blanco y negro.

"Gran parte de mis composiciones son canciones, temas musicales susceptibles de ser tocados con un piano, con un estribillo, buscando un tratamiento interesante y original, con flautas que me puedan servir para hacer la base rítmica del tema", dijo Javier Paxariño en 1994, justo 20 años antes de este trabajo. "Dagas de fuego sobre el laberinto" no es un nuevo "Temurá", es más sencillo y menos pretencioso, pero presenta un sonido coherente y por momentos brillante, en un estilo identificable de su autor, donde los instrumentos de viento se alzan majestuosos hacia las alturas, con el apoyo incondicional de sus compañeros de aventura, reducidos considerablemente en número respecto a anteriores trabajos, sin por ello perder excesivamente la sonoridad y la esencia (posiblemente ganando en conjunción, tras varios años de unión). Cada obra de Paxariño lleva adosada la impronta del amor por la música, por lo bien hecho y el respeto total hacia la tradición y el folclore, este personaje encantador, siempre dispuesto con su público y siempre cumplidor musicalmente, se adapta a las diversas situaciones y localizaciones para las que se requiere su presencia (La Musgaña, Biella Nuei, Radio Tarifa, Eliseo Parra, Luis Delgado, Eduardo Laguillo, Alberto Iglesias, Tomás San Miguel, Aute y un sinfín de nombres más) y logra fundir los instrumentos de viento con los demás como si de un guiso perfecto se tratara. Paladear sus composiciones es una auténtica delicia, pues dignas son de una guía Michelin de la música. Las nuevas músicas de la segunda mitad del siglo XXI, además de gente que compre los discos y acuda a los conciertos, no sólo necesitan nuevos genios, sino también que los de siempre resurjan y alcen sus voces entre la vacuidad general. Parece que Paxariño ha encontrado la llave, ¿quién será el siguiente?

ANTERIORES CRÍTICAS RELACIONADAS:

6.5.14

NACHO CANO:
"Un mundo separado por el mismo Dios"

Para un músico como Nacho Cano, tan encasillado por el éxito y la trayectoria de un grupo como Mecano, símbolo del pop español por antonomasia, no podía serle fácil de ningún modo dejar atrás ese icónico nombre y volar en solitario, más aún si el giro estilístico iba a ser de 180 grados respecto a aquellos "Hoy no me puedo levantar", "Aire", "Hijo de la luna" o "La fuerza del destino". Nacho ya había deslizado en los discos de Mecano pequeñas perlas instrumentales ("Boda en Londres", "Dónde está el país de las hadas", "Por la cara" y "1917"), que defendían la posibilidad de un álbum centrado en este tipo de música inspirada en otros estilos, como los de sus compositores y grupos más admirados, entre ellos Peter Gabriel, Genesis, Yes o especialmente un Mike Oldfield que volvía a triunfar enormemente en esa época con "Tubular bells II" y "The songs of distant Earth". Sin embargo la característica principal de su primer álbum iba a estar otorgada por el acercamiento de Nacho a la religión budista y a la meditación trascendental, con la que el antaño joven díscolo alcanzó un extraordinario nivel espiritual y compromiso con los más desfavorecidos, circunstancias que se reflejan en su música.

Aunque no era un hecho secreto el del nuevo camino interior del pequeño de los Cano, que incluso había creado para Mecano sendas canciones dedicadas al Dalai Lama ("Aidalai") y Jesucristo ("JC"), su entrada de golpe en el mundillo de estas 'otras músicas' fue sorprendente para el gran público, así como el cambio de compañía discográfica, de BMG que publicaba a Mecano, a Virgin, que puso a la venta "Un mundo separado por el mismo Dios" en 1994, con lemas budistas, fotografías hechas por la por entonces novia de Nacho, Penélope Cruz, y un hermoso y colorido montaje en la portada (con una hoguera fotografiada en las Alpujarras por la propia Penélope). Presentado el 2 de noviembre de 1994 en el Museo de Arqueología de Madrid, llegó enseguida al número 4 en las listas de ventas, gran parte de sus seguidores aceptaron su nueva propuesta, pero entre otro sector del público y ante todo de la crítica, acabó convirtiéndose en un disco incomprendido, posiblemente por buscar los unos a un nuevo Mecano y los otros, que le tenían ganas por su exitoso pasado, a un nuevo gurú de la música instrumental española. Evidentemente nunca llegó a alcanzar ese estatus, pero "Un mundo separado por el mismo Dios" poseía grandes intenciones y un buen sonido en la producción, arreglos y composición de un Nacho Cano al que el mismísimo Hans Zimmer, que tocó con Mecano en el 84, le había aconsejado en aquella época sobre una buena utilización del estudio de grabación. Cinco sencillos fueron extraídos del álbum: "El patio" fue el primero y el más radiado, en el momento de mayor promoción del trabajo; Nacho utilizaba, sobre una música un tanto experimental, la canción popular infantil 'Al pasar la barca', con la voz de la pequeña sobrina del músico, Macarena, a la que sucede la de la cantautora y amiga Mercedes Ferrer (conocidos desde 1986). El estilo aflamencado es verdaderamente atrayente y vuelve a aparecer, también con voz, en "El país de los cementos" (el último single) o en un corte titulado "El piano, el violín y la guitarra", que bien podría llevar la firma de un Dorantes que aún tardaría varios años en despuntar en solitario con su primer y exitoso álbum, "Orobroy". La guitarra española, inmensa, corre a cargo de otro genial intérprete flamenco en alza en esa época, Vicente Amigo, y las voces gitanas, de una jovencísima Chonchi Heredia. El segundo sencillo era una de las canciones más interesantes e inspiradas del disco, "El profesor de danza" recogía el sonido auténtico de una clase de la Compañía del Centro Artístico Alcobendas y de la neoyorquina Alvin Ailey Dance Theather Company como base para una melodía rítmica, extraña, sudorosa y atrevida, un gran descubrimiento pleno de intensidad y buena instrumentación. En el orden del disco le sigue "El waltz de los locos", otro de los cortes más interesantes y sinceros, de mecedor estilo orquestal, que fue utilizado como cuarto sencillo, y que también presenta voces grabadas entre los internos con discapacidad intelectual del Hogar Don Orione, en Pozuelo de Alarcón; Nacho, que buscaba la armonía en el álbum, aseguraba que lo primero que sintió al entrar en la fundación fue repulsión, pero acabó emocionado, notando esa armonía que dio origen al lema integrador 'nadie sobra en esta orquesta'. El tema que titula al disco, "Un mundo separado por el mismo Dios" fue el tercer single, y era el primer corte del mismo que rebosaba etnicismo en su intento de conjunción de cantos identificativos de varias religiones (voces árabes, cristianas, judías e hindúes, que si no armonizan entre sí -contaba el libreto- producen distorsiones tales como el holocausto, reflejado en la canción por la escalofriante voz de Hitler), si bien posiblemente su autor debería haber aumentado la dosis multicultural en el conjunto del álbum para ver reforzado el mensaje de unión con alegato pacifista que pregona el budismo del que hace gala, cuya intensidad crecía considerablemente ya al final del disco, en "Vaikuntha" (con un coro de monjes brahmanes neoyorquinos) y, especialmente, en el tema añadido en la segunda edición del álbum, "Un mundo separado por el mismo Dios (final)", que retoma la alegre y resplandeciente canción final de su primera parte (la cual se merecía sin duda un corte propio) para culminar el plástico de forma mucho más eficaz. Antes, no hay que olvidarse de ese sugerente y confiado alegato contra la caza de ballenas que es "El dolor del agua", y de una composición con ecos de rock sinfónico, larga y abrupta pero con grandes momentos, como es "La batalla", donde el autor intenta (también mediante un par de versiones para piano y orquesta, respectivamente) "destacar la humanidad de los instrumentos". Aunque también sea suya la frase "el autor pone la música, los oyentes las imágenes", cuatro de los singles poseen sus correspondientes video-clips: "El patio" (con Penélope cruz), "El profesor de danza" (con Víctor Ullate), "El waltz de los locos" (enfocado en el síndrome de dawn, fue un regalo de Penélope) y "Un mundo separado por el mismo Dios" (un partido de fútbol interacial). También tuvo su correspondiente gira, con una espectacular escenografía, que pasó por Londres, Berlín o París, citas más cosmopolitas de este músico que vivía en esta época entre Nueva York (en un apartamento justo encima del de Ana Torroja, donde compuso el álbum) y Amsterdam. El disco se grabó en la capital holandesa, en Madrid y en Londres en el verano de 1994, y además de la edición española (la primera con 13 cortes y una segunda con los 14 mencionados) contó con otras, con distinta fotografía de Nacho en portada, la internacional (con el título en español), la inglesa ("A world split by the same god"), la francesa ("Un monde separé par le meme Dieu"), y la alemana y holandesa ("Eine welt von einem gott geteilt").

Este álbum es una experiencia espiritual con guiños sinfónicos ("La batalla"), folclóricos ("El patio"), experimentales ("El profesor de danza"), neoclásicos ("El waltz de los locos"), orientales ("Vaikuntha") o de new age melódica (la adaptación orquestal de "La batalla"), y olor a mediterráneo y especias, y aunque Nacho intente apartarse de lo meloso de su antiguo grupo, no deja de haber momentos que nos recuerdan a Mecano hasta el punto de faltar, únicamente, la voz de Ana Torroja. Los contínuos cambios de ritmo y melodía de composiciones como "El patio", "La batalla" o "Un mundo separado por el mismo Dios" parecen referirnos a uno de los mejores discos de Mike Oldfield, "Amarok", pero hay ciertas diferencias entre el estilo y la innegable clase del británico y las muchas ganas y desparpajo del español, que si bien acierta en muchos momentos de un disco arriesgado que en general agrada y convence, también parece en otras ocasiones empalmar demasiadas ideas, sobreactuar y darse ciertas ínfulas para un debut, lo cual pudo desembocar en incomprensión y posibles envidias. La carrera de Nacho ha continuado pero nunca ha vuelto a intentar una aventura instrumental tan majestuosa, tornando la misma en una vuelta a las canciones, con momentos tan maravillosos y exitosos como "Vivimos siempre juntos", con la voz de nuevo de Mercedes Ferrer.