Mucho tiempo ha habido que esperar, demasiado, para que uno de los instrumentistas más apabullantes de nuestra península volviera a publicar un trabajo, que aunque venga firmado como un trío, es practicamente suyo al menos en cuanto a la autoría de la mayoría de las composiciones. Virtuoso de los instrumentos de viento, este granadino afincado primero en Málaga y posteriormente en Madrid había creado ya en los 80 el Javier Paxariño Group, pero se lanzó desde entonces, especialmente tras una estancia en Londres que le ayudó a marcar su evolución musical, a la aventura en solitario, en 1988 con "Espacio interior" (de un jazz suave, con acertados atisbos étnicos) y en 1992 con "Pangea", momento en que logró el reconocimiento, basándose en una mayor carga étnica y la radiodifusión del excepcional primer corte, "Bengala". Su tercer álbum, "Temurá" (1994), es una de las cumbres de las nuevas músicas españolas, un disco antológico que estaba centrado enteramente en nuestro país, concretamente en las tres culturas que convivieron en el mismo siglos atrás (cristianos, judíos y musulmanes). En "Perihelion" (1996) aún quedaban retazos de música antigua, muy bien reconstruida y adaptada, mientras que en el momento de lanzar "Ouroboros" (2002), una obra totalmente folclórica, Javier se lamentaba de que hubieran pasado unos eternos seis años desde su anterior plástico. Parece sorprendente que, dada la crisis del sector, hayan tenido que discurrir el doble de esos seis años para ver publicada una nueva obra del que algunos conocían como 'el pájaro'.
Publicado en 2014 como primera referencia del sello Icarus, "Dagas de fuego sobre el laberinto" es un animado cóctel en el que el jazz y el flamenco son la base esencial para arropar a ciertas músicas de las culturas mediterráneas, árabes, turcas o judías. No es este el primer trabajo de Paxariño en el que el Mediterráneo es parte importante, "Perihelion" recogía el tema "Puerta de agua", y "Ouroboros" contaba con más de un asomo al Mare Nostrum, "que en sí mismo configura un espíritu y una manera de vivir, permitiendo una permeabilidad entre la cultura en general y la música en particular", aclara. Javier no se ha apartado excesivamente de su trayectoria, en "Dagas de fuego sobre el laberinto" hay algo del Paxariño de cada etapa, fiel a un sonido suyo que envuelve a la hermosa tradición de la península. Esas profundas raíces en nuestro folclor son también una de sus características esenciales, si bien en este armonioso álbum son mayoría las composiciones propias, en concreto siete de las once que pueblan el trabajo, dejando dos en manos de Josete Ordóñez y otras dos arregladas desde la tradición. Tras un comienzo introductorio, adentrándose en aguas calmadas ("Dagas"), nos asalta una melodía de esas que Paxariño sabe llevar a un terreno propio, atemporal, pero que suena muy actual y definitivamente maravillosa; arreglo de un tema tradicional, "Ladrón y kumardjí" es una danza de alegría contagiosa en la que suenan hasta cinco instrumentos de cuerda, otros cinco de viento y tres de percusión, que acaba suponiendo el corte estrella del álbum, sin desmerecer por ello a los demás, en un trabajo equilibrado e iluminado. "Dolores de amor" es la otra composición de esencia tradicional, y es en su carácter vocal (con la voz de Josete) donde encuentra una agradable distinción, siendo recordada no sólo por sus versos sino también por su acertado y sencillo tratamiento instrumental. Javier afirma que respeta el flamenco y le gusta, pero nunca se ha metido profesionalmente en el mismo y no ha profundizado en él en sus trabajos; aquí hay interesantes guiños a la música de su tierra, especialmente en la deliciosa "Juegos con Zaira" (arreglos del este para un acabado andaluz), así como al final del disco, en "Paseo de la farola" (sito en Málaga, esta bulería es un rescate del grupo Taifas, con Javier, Faín Dueñas y Nono García) y "Fiesta en el Realejo" (el antiguo barrio judío de Granada, por lo que Javier se deja adueñar por el espíritu de la música klezmer). El propio Ordóñez acomete también el flamenco en sus dos espléndidas composiciones, "Mandópolis" (curioso festival francés de mandolina) y "Velahí", eficaz melodía de aires árabes que se deja atrapar a su mitad por un arranque de saxello en plan free-jazz. Sin embargo, esta obra no se ciñe al flamenco ni a ningún tipo de corsé estético, por ejemplo en "El alma en el suelo" hay un acercamiento al tango en una envoltura melancólica, aunque no precisamente mediterránea. Los años y la experiencia han otorgado a Paxariño un dominio casi pecaminoso de los instrumentos de viento de diversas procedencias geográficas (flautas, saxos, clarinete, kawala, kaval, saxelo, ney, bansuri, conga y darbuka), pero aparte, la firma del trabajo como trío implica una mayor importancia de los demás instrumentos, y desde el comienzo se nota que la percusión de Manuel de Lucena cobra una importancia cercana a la que, por ejemplo, tenía en "Temurá", tanto en intensidad como en elenco de instrumentos (pandero, batería, tabila, shaker, darbuka, bendir, riq, krakebs, bongos, cajón y platos). Josete Ordóñez se muestra impecable en el manejo de las cuerdas (guitarras, mandola, bajo, vihuela, oud), en un conjunto tan rico en matices como plagado de momentos gratos y coloridos. Como dice el periodista Fernando Íñiguez en el texto introductorio del álbum, "no hay impostura, nada que se preste a lo forzado, todo fluye". En el libreto, además, poemas de Illia Galán y Hala al Shoroof, y elegantes fotografías del trío en blanco y negro.
"Gran parte de mis composiciones son canciones, temas musicales susceptibles de ser tocados con un piano, con un estribillo, buscando un tratamiento interesante y original, con flautas que me puedan servir para hacer la base rítmica del tema", dijo Javier Paxariño en 1994, justo 20 años antes de este trabajo. "Dagas de fuego sobre el laberinto" no es un nuevo "Temurá", es más sencillo y menos pretencioso, pero presenta un sonido coherente y por momentos brillante, en un estilo identificable de su autor, donde los instrumentos de viento se alzan majestuosos hacia las alturas, con el apoyo incondicional de sus compañeros de aventura, reducidos considerablemente en número respecto a anteriores trabajos, sin por ello perder excesivamente la sonoridad y la esencia (posiblemente ganando en conjunción, tras varios años de unión). Cada obra de Paxariño lleva adosada la impronta del amor por la música, por lo bien hecho y el respeto total hacia la tradición y el folclore, este personaje encantador, siempre dispuesto con su público y siempre cumplidor musicalmente, se adapta a las diversas situaciones y localizaciones para las que se requiere su presencia (La Musgaña, Biella Nuei, Radio Tarifa, Eliseo Parra, Luis Delgado, Eduardo Laguillo, Alberto Iglesias, Tomás San Miguel, Aute y un sinfín de nombres más) y logra fundir los instrumentos de viento con los demás como si de un guiso perfecto se tratara. Paladear sus composiciones es una auténtica delicia, pues dignas son de una guía Michelin de la música. Las nuevas músicas de la segunda mitad del siglo XXI, además de gente que compre los discos y acuda a los conciertos, no sólo necesitan nuevos genios, sino también que los de siempre resurjan y alcen sus voces entre la vacuidad general. Parece que Paxariño ha encontrado la llave, ¿quién será el siguiente?
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